"Nove de novembro", escrita y dirigida por Lázaro Louzao y protagonizada por Ademar Silvoso y Brais Yanek, es la primera cinta de temática gay rodada en gallego y en Galicia.

Rodada con un presupuesto bastante modesto de 30.000 euros, conseguido en parte gracias a las aportaciones de particulares mediante un crowdfounding abierto por su director,  la película se estrenó en el Zinegoak de Bilbao y se ha proyectado también en otros festivales antes de su estreno en Galicia el pasado 7 de abril en el Teatro Colón de A Coruña.



LA PELÍCULA

Ábrelle a fenda, ábrelle a fenda… repite el tema de los créditos finales del primer largometraje de Lázaro Louzao, poniendo el énfasis sobre lo nuevo que puede surgir cuando destruimos algo que ya no sirve. Y precisamente sobre eso va esta película.
Nove de novembro es un drama intimista que narra tres días de la relación entre Miguel (Brais Yanek) y Roberto (Ademar Silvoso), que llevan más de una década siendo pareja. La historia se desarrolla entre el siete y el nueve de noviembre de 1989, fecha de la caída del muro de Berlín, que alcanza dimensión metafórica: de la misma forma que el derrumbamiento de la línea divisoria entre las dos Alemanias supone la desaparición de un régimen geopolítico que da paso a la siguiente fase, también la ruina de las barreras que se han ido estableciendo entre Miguel y Roberto da paso a algo distinto.
Muchos son los compromisos, los contubernios, los sobrentendidos, el amor, el hartazgo… que construyen una pareja de largo recorrido. Por eso, más que como reflexión sobre algún tema particular o general, Nove de novembro triunfa sobre todo como minuciosa radiografía de ese estado anterior a la desintegración, para lo cual se asienta sobre una escritura de guion (obra también del propio Louzao) exquisita en su sencillez, detallismo y naturalidad, construida sobre el intercambio dialógico con más de una pulla pasivo-agresiva entre los protagonistas (una espectadora llegó a afirmar que “hay un poco de violencia psicológica entre los dos”).
Salvo por cuatro breves flashbacks para mostrarnos alguna información que varía sustancialmente la percepción del espectador sobre los personajes y la situación, la totalidad de la acción se desarrolla en el interior de un dormitorio. Esto llevó a varios asistentes al estreno del pasado día 7 de abril en el Teatro Colón de A Coruña a resaltar la sensación de opresión que habían sentido, hasta volverla incluso una historia “dura” de ver.
Por el contario, sin negar la evidente tensión, diría más bien que se trata de una opresión tratada con tal franqueza que resulta casi fluida. La mirada del director sobre el drama íntimo es tan tierna y humana que la dureza se vuelve plenamente asumible.
Bajo el microscopio de Louzao resalta la enorme perspicacia del diseño de los personajes, sin que en ningún momento se noten acartonados o artificiales. El espectador enseguida llega a ciertas conclusiones, pero como en toda historia meritoria, ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos, y la habilidad del director/guionista tanto para delinear los claroscuros como para distribuir la información, nos fuerza a repensar nuestros primeros juicios. Al empezar, Roberto (Silvoso) aparece como un hombre caviloso, taciturno, pétreo… capaz de hablar con rudeza y soltar auténticas mezquindades (ese “¿En qué momento nos convertimos en tus padres?” es clamoroso) pero con una enorme e inesperada (hasta para él) capacidad de compromiso. En tanto que Miguel (Yanek), de carácter más expansivo y apacible, optimista e incluso fantasioso, puede ser también capaz de las mayores deslealtades.
Todo en esta historia está pensado para centrar el foco sobre estos dos seres unidos más que nada por la necesidad (“¿Y a dónde querría ir?”, repite dos veces Roberto), desde el minimalismo a la ausencia de banda sonora, pasando por el espacio cerrado. Así, Miguel y Roberto están solos frente al mundo, no se tienen más que el uno al otro. No es casual, claro, que los únicos exteriores sean, precisamente, los de los cuatro breves flashbacks, y de estos, sólo en uno hay presencia evidente de otros seres humanos (en otro se oyen unas lejanas risas infantiles, pero nada más). Louzao se las ingenia incluso para trasladar el “peso” cuando salimos fuera a respirar, y así, si bien pasamos de los abundantes planos cortos o medio-cortos a otros más abiertos, el uso de fuertes escorzos y líneas de fuga muy pronunciadas suele resolverse con la presencia lateral y frontal de algún muro, donde moles arquitectónicas cercan a los personajes (brutal la presencia de la feísima Escola Superior de Arquitectura Técnica coruñesa, aquí transformada en centro médico, con su forma de zigurat invertido “aplastando” el coche de la pareja).
El trabajo actoral resulta óptimo, plenamente convincente, con unos Yanek y Silvoso estratosféricos, en gran sintonía, cuya complicidad frente a la cámara hace creíble sin reservas el retrato de ese juego de tenis —los trasvases de energía entre ambos personajes son uno de los elementos más interesantes de la película— que, para lo bueno y para lo malo, es toda relación. Frente a la contención volcánica de Silvoso, encontramos la sinuosidad marina de Yanek, que se complementan tal como lo haría la energía de una pareja antigua. Si, como reza el refranero portugués, “Água mole em pedra dura, tanto bate até que fura”, es en buena medida el trabajo inadvertido pero constante de Miguel el que acaba derribando el muro que Roberto se empeña en mantener en pie.
En cuanto a la parte técnica, los planos cortos y medio-cortos (en algún momento “ingratos”, como los calificó otra espectadora, refiriéndose a su cotidiana crudeza) se complementan bien con un trabajo de cámara delicado, que casi parece posarse sobre las personas y los objetos, acariciándolos más que filmándolos, en movimientos fluidos que retratan de maravilla ese vaivén de ping-pong que hay entre Miguel y Roberto. Quizás la única pega que merezca resaltarse venga precisamente en el apartado técnico, donde se habría agradecido un poco más de nitidez en algunas escenas donde los susurros hacen difícil descifrar lo que se dicen los protagonistas.
Mención especial merece la casi ubicua parquedad cromática del filme, con dominio de los blancos, grises y azulados, que lo dota de cierto aspecto fantasmagórico, y que se colorea levemente en los momentos de mayor proximidad emocional, llegando sólo a desaparecer del todo en uno de los flashbacks (tranquilos, aquí no se hacen spoilers). Destaca, en este apartado, el valor de “anomalía” del coche, rojo nada menos, que en la antes aludida escena frente a la Escuela de Arquitectura lucha por mantener su autonomía y su diferencia frente al ubicuo gris rectilíneo del contorno.
El esfuerzo de ambientación se extiende a los objetos (ese parqué, esos electrodomésticos y hasta esos calzoncillos… y ¿quién no ha tenido, o al menos visto, ese cenicero con el angelote en el medio?) y referencias culturales, sociales y políticas a la época, desde la música de David Bowie hasta la Querelle de Fassbinder, pasando por la efímera aventura política de Ruiz-Mateos.
Y ya para acabar, en paralelo al drama particular, otros muchos temas generales reciben tratamiento, indisolublemente unidos a lo personal en la historia del colectivo LGTB: la represión incluso post-constitucional, la discriminación, el fingimiento (“¿Para qué queremos nosotros dos habitaciones?”, se pregunta Roberto retóricamente, abundando más en ese sentido de soledad y aislamiento que pende sobre toda la película), el desempleo, el VIH, la fidelidad, la situación política nacional e internacional…
En resumidas cuentas, quizás por lo ajustado del presupuesto el director hace de la necesidad virtud, dando lugar a una historia minimalista estética y gestualmente, sin nada de aspavientos, de honda contención interpretativa y narrativa. Y aunque Nove de novembro bien merecería un segundo visionado que esperamos se produzca pronto para poder afinar más esta crítica, podemos afirmar que se trata de una de esas películas que te gustan más cuanto más piensas en ella; una obra de delicada orfebrería visual y textual que representa fidedignamente los estertores que preludian el cambio.

LOS ACTORES

Por su parte, de los protagonistas sólo el actor Brais Yanek, que encarna a Miguel, pudo estar presente, debido a la ausencia de Ademar Silvoso por motivos laborales. En el coloquio posterior a la proyección, Yanek destacó que la preparación del trabajo actoral requirió dos meses de ensayos donde la principal dificultad no fue tanto aprender el guion cuanto desarrollar una complicidad con Silvoso (a quien no conocía previamente) que les permitiese no sentirse incómodos en los momentos de intimidad física. En ese aspecto, explicó, la preocupación de actores y director era que “se viese una relación de pareja”.
Preguntado por una espectadora acerca de su sexualidad y la de su compañero, lo que causó cierta suspicacia entre el público —aunque, según aclaró, su curiosidad se dirigía a valorar una dificultad añadida en la interpretación—, Yanek retrucó a su vez: “¿Si fuera un actor gay interpretando a un hetero te harías esa misma pregunta?”, en una intervención que levantó aplausos y vítores entre los asistentes. “Lo más difícil no es representar a heteros u homos, sino representar seres humanos”, zanjó.

Brais Yanek en un nomento del coloquio después de la proyección de la película (Foto: Jennifer M. Riveira)

Por último, director y miembros del equipo compartieron con el público divertidas anécdotas de rodaje, como la competencia que se desató entre los propietarios de los diversos pisos del edificio donde se llevó a cabo el rodaje para que el suyo fuese el que finalmente apareciese en el film, llegando el director de arte y la directora de fotografía a “quedar encerrados” (sic) durante cuarenta y cinco minutos en uno de los apartamentos mientras la propietaria “les hacía la tournée” por el mismo.


(Texto de la reseña y crónica del coloquio: Andrés C. Riveira )
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